“POLÍTICA LINGÜÍSTICA Y DEMOCRACIA CONSTITUCIONAL”
PARTE I.- LAS PERSONAS COMO LÍMITES: Los dos grandes paradigmas en la política lingüística.- ¿Qué tienen que ver los derechos personales?. - ¿Y qué pasa con la identidad cultural? - En materia lingüística no hay derechos absolutos.- Términos a comentar: lengua propia, lengua común, lengua oficial, lengua materna, normalización, bilingüismo.- Razones espurias para una política lingüística: -Los derechos colectivos;- El valor de la lengua como marco de la personalidad; -La cohesión social; -La injusticia histórica y la discriminación positiva de la lengua débil; -El derecho a ser atendido; -El consenso político.
PARTE II.- LAS PERSONAS COMO FINES: El patrón de la intercomunicación.- El Estado entra en escena.- Rasgos de la política lingüística vasca.- La lengua común y su trascendencia en materia de derechos.-¿Y si estuviéramos santificando el status quo?.- Pero también existe la política.
J.M. Ruiz Soroa.
Abril 2.008.
POLITICA LINGÜÍSTICA Y DEMOCRACIA CONSTITUCIONAL
“Azken finean, hizkuntza gizonarentzat da,
eta ez gizona hizkuntzarentzat”
(Luis Villasante)
La política lingüística puede ser examinada desde múltiples y diversas perspectivas. Aquí se va a seguir una muy concreta: la propia de la filosofía política. Es decir, que no vamos a analizar la cuestión de las lenguas desde el punto de vista de la lingüística (disciplina en la que nos reconocemos unos ignorantes), o de la educación (en que nos sucede lo mismo), o del estrictamente jurídico positivo (aunque algunas referencias haremos a textos jurídicos y constitucionales), sino desde la perspectiva de los principios y valores que informan la democracia constitucional.
El de democracia constitucional (o su equivalente “el Estado democrático de Derecho”) es un concepto hoy ampliamente extendido que pretende recoger las notas esenciales y características de las democracias actuales. Y, sobre todo, pretende recoger en un mismo término dos planos ideológicos e históricos distintos en la formación de las democracias como sistemas de gobierno: el núcleo liberal de la democracia entendida como limitación del poder público y el núcleo democrático de la democracia entendida como autogobierno popular. De esta forma, la democracia constitucional consiste en un régimen de gobierno popular que toma sus decisiones por sistema de mayorías pero limitadas en todo caso por el respeto infranqueable a un coto vedado de derechos de las personas, que ninguna mayoría puede violar. Pues bien, de lo que se trata aquí es de examinar la compatibilidad de las políticas estatales en materia lingüística con los principios clave de la democracia constitucional y, en concreto, con el corazón de “libertades” que posee. Es decir, examinar hasta qué punto determinadas políticas en materia lingüística afectan de manera negativa a la libertad de los ciudadanos o a la igualdad de estatus jurídico entre ellos. Puesto que si así sucediera, esas políticas no serían aceptables desde la perspectiva democrática. Este es el contenido de la primera parte de este trabajo.
Pero no terminará aquí el examen, puesto que entendemos que los principios claves de la democracia no sólo actúan como límites infranqueables para determinadas políticas intervencionistas o asimilacionistas, sino que también pueden servir para inspirar las líneas maestras de cualquier política lingüística. Es decir, que el objetivo de lograr la más amplia autonomía de las personas dentro de un sistema de acceso igual a las diversas opciones vitales (libertad e igualdad) determina con bastante claridad, dentro del contexto propio de cada país, las líneas maestras de la política en materia lingüística. A este aspecto dedicaremos la segunda parte.
PARTE I – LAS PERSONAS COMO LÍMITES.
LOS DOS GRANDES PARADIGMAS EN LA POLÍTICA LINGÜÍSTICA.
Un somero repaso al tema lingüístico nos enseña de inmediato que en esta materia existen dos paradigmas diversos desde los cuales se comprende el problema, se analiza y se intenta regularlo. Hablo de “paradigmas” en su sentido fuerte (el de Thomas Khun), es decir, de modelos intelectuales que organizan nuestra precomprensión de un ámbito determinado de la realidad y desde los cuales los estudiamos e intentamos resolver sus problemas. Los paradigmas son verdaderos modelos cognoscitivos y normativos para un sector de la experiencia humana.
Pues bien, a la hora de comprender, estudiar y regular el fenómeno de la pluralidad lingüística pueden adoptarse dos paradigmas muy diversos:
a) El “paradigma de las lenguas” consideradas como bienes básicos o primordiales por sí mismas. En este modelo se parte fundamentalmente del valor cultural de las lenguas como marcadores de etnicidad de los grupos sociales que las hablan. Dentro de su ámbito aparecen expresiones que sólo en él tienen sentido, tales como “lengua propia”, “riqueza cultural”, “patrimonio lingüístico”, “normalizar la lengua” y otras parecidas. El rasgo esencial del modelo es que, en todo caso, el eje conceptual desde el que se aborda la comprensión y regulación del fenómeno es la lengua misma. Es ésta la que reclama una política, sea cual sea ella, pues constituye un bien básico que el gobierno debe repartir. Por ello, en este modelo aparecen como sujetos activos esenciales de la política a desarrollar unos entes colectivos o abstractos, que son los poseedores de la lengua: el territorio, el pueblo, el grupo, la cultura. Las personas aparecen no tanto como sujetos sino como objetos de la regulación, en tanto en cuanto son miembros de un grupo o habitantes de un territorio.
b) El “paradigma de los hablantes”, que se fija en las personas, en tanto en cuanto animales locuaces que son, como eje de cualquier precomprensión, análisis y regulación. En este modelo se toma en consideración primaria los valores de las personas (autonomía en su desarrollo e igualdad de acceso a las oportunidades). Las lenguas son consideradas básicamente como instrumentos de comunicación al servicio de esos valores, aunque también se reconoce el hecho de que puedan ostentar un valor expresivo o simbólico para algunas personas. En este modelo suenan términos como “lengua de uso”, “lengua común”, “libertad lingüística”, “lengua oficial”, “no discriminación”, etc. El sujeto de cualquier regulación son las personas (los hablantes) no lo que hablan (la lengua).
“La distinción básica en materia de lenguas es entre la lengua entendida como habitualmente se hace, es decir, como un instrumento de comunicación, y la lengua como un emblema de grupo, como un símbolo, como un punto de reunión” (J. Edwards, “Language, Society and Identity”).
Esta división de modelos no es un mero prurito clasificador o dogmático, sino que revela una importancia trascendental. Según se adopte uno u otro, las realidades sociales existentes en nuestro derredor serán percibidas de una u otra forma. Los mismos términos significarán cosas radicalmente distintas según se utilicen en uno u otro paradigma. Por ejemplo, un término tan básico y simple como “igualdad” significa algo profundamente diverso en el paradigma de la lengua (donde significa que las diversas lenguas existentes son iguales y por tanto pueden aspirar a ser habladas por igual) o en el de los hablantes (donde significa que las personas deben tener iguales derechos lingüísticos). El término “bilingüismo” significa en uno que todos los habitantes de un territorio deben hablar las dos lenguas (bilingüismo personal), mientras que en el otro significa que en ese ámbito hay hablantes de una, de otra y de las dos (bilingüismo social). El término “lengua propia” significa en uno la lengua de un pueblo o de un territorio o de una historia, en el otro significa la lengua de las personas.
Dato trascendental: en España vivimos y nos regulamos dentro de y conforme con el primero de los paradigmas, el de las lenguas. Un paradigma que, ya de entrada podemos anunciarlo, ocasiona casos flagrantes de violación de derechos personales en materia de libertad e igualdad de los ciudadanos. Por eso, este trabajo tiene un acusado carácter crítico y revulsivo, puesto que está pensado desde el paradigma distinto. Advertimos desde ahora que contiene afirmaciones que serán consideradas casi como injurias o insultos, o por lo menos como desvaríos absurdos, por quienes habitan en el paradigma oficial. Esto es algo natural y ha sucedido en todos los casos en los que la precomprensión intelectual de un fenómeno físico o social ha cristalizado en un modelo rígido: que lo que dicen quienes hablan desde otro diverso semeja locura o delito.
¿QUÉ TIENEN QUE VER LOS DERECHOS DE LAS PERSONAS?
La regulación lingüística entra en relación con varios derechos de las personas, derechos que, en principio y con las salvedades que más adelante haremos, debe respetar en todo caso. Fundamentalmente, se trata de la libertad y de la igualdad. La libertad en materia de lengua se plasma en el derecho a la libertad lingüística o libertad de opción, en el sentido de que cada persona es libre de hablar la lengua que decida autónomamente, sin que pueda ser coercionada por el poder público para adoptar una determinada. Este es un derecho que conecta con otros más generales como el derecho a la libre expresión, a la intimidad y al libre desarrollo de la personalidad. Además, la libertad en materia de lengua conecta también con otra faceta de la libertad personal, que luego comentaremos más ampliamente, la libertad de identidad cultural.
También la igualdad puede verse afectada por la regulación positiva en materia de lenguas. En efecto, en una democracia existe el más amplio derecho al trato igual de todos los ciudadanos en el acceso a las oportunidades o bienes públicos (igualdad de chances). Estas oportunidades o bienes se manifiestan en una amplísima gama de servicios públicos (enseñanza, justicia, bienestar, administración) y de acceso a puestos de trabajo, pero no se agotan en ellos. En efecto, la igualdad de acceso debe también incluir la participación en la actividad política y cultural de la sociedad en que se vive, de forma que ningún ciudadano podría ser discriminado por razón de su lengua en el derecho a participar, a tener voz en su sociedad.
Las políticas lingüísticas pueden interferir abusivamente en la libertad personal, por ejemplo, cuando imponen a las personas el conocimiento o utilización de una determinada lengua distinta de suya propia en contra de su voluntad. Y pueden interferir en la igualdad de los ciudadanos cuando condicionan el acceso a los bienes y chances de carácter público al empleo de una determinada lengua, o privilegian ese acceso en función de la lengua que posea/emplee el ciudadano. Sin embargo, llamamos la atención sobre el término que hemos empleado: “pueden” interferir. Y es que la imposición de una lengua no siempre constituye un atentado a la igual libertad de las personas. En este punto hay que ser cautos y no otorgar apresuradamente a los derechos de libertad e igualdad lingüísticos un carácter absoluto e incondicionado. La lengua tiene unos condicionantes sociales que hacen que ningún derecho con ella relacionado, ni siquiera el de libertad, pueda ser considerado fundamental o absoluto. Más adelante ampliaremos este punto.
Antes, sin embargo, conviene recordar lo que significa el carácter de “coto vedado” o “indisponibilidad democrática” de que gozan los derechos a la igual libertad de las personas en una democracia constitucional. Y las consecuencias que ello tiene. Porque resulta que, para una extendida apreciación vigente en esta materia, una política lingüística es legítima siempre que haya sido debatida y aprobada por los órganos representativos del país, es decir, es legítima siempre que haya sido objeto del adecuado consenso democrático. Y no digamos nada si ha sido objeto de un “superconsenso” como el que en ciertos casos se ha producido en los parlamentos representativos, en los que una determinada política ha sido aprobada por unanimidad de los representantes políticos. En virtud de esta difundida opinión, en democracia no cabría objetar nada a las políticas democráticamente consensuadas. Pues bien, esta opinión es precisamente la que desconoce flagrantemente el alcance de lo que constituye una democracia constitucional. El núcleo esencial que constituye la igual libertad de las personas no puede ser violado en ningún caso por la acción del gobierno, con independencia de que esa acción esté más o menos respaldad por un previo consenso democrático. Incluso si la igual libertad afectada fuera la de una sola persona y, por el contrario, la decisión adoptada fuera respaldada por todos los demás ciudadanos, la decisión y la política consecuente serían ilegítimas. Porque el corazón de libertades personales existente en toda democracia es literalmente “indisponible” para las mayorías, para el gobierno y para la sociedad. La cuestión no es de mayorías o minorías, es de pura y simple “incompetencia”.
¿Y QUÉ PASA CON LA IDENTIDAD CULTURAL?
Si hay un punto en el que la forma contemporánea de percepción política está desviada de los parámetros democráticos es el de la identidad cultural, y ello tiene serias consecuencias en la materia que tratamos, que conviene poner en claro antes de continuar. En efecto, el sentimiento más generalizado en nuestras sociedades es el de que la identidad cultural es una cuestión colectiva que afecta a grupos, etnias o naciones y que, por esa misma razón, pertenece al ámbito de lo que se ha llamado “derechos colectivos”. Serían los grupos o naciones los que poseerían un derecho a su conservación identitaria, a su pervivencia en el tiempo, y ese derecho podría imponerse incluso a las personas afectadas. Y dado que la lengua se considera (con razón o sin ella, eso es lo de menos) como uno de los más importantes y significativos “marcadores de identidad”, los grupos tendrían derecho a imponerla a los individuos como medio para lograr el fin supremo perseguido, el de garantizar la conservación del grupo.
A esta percepción generalizada, que no dudamos en considerar como desviada y errónea, se ha llegado en nuestra sociedades por la influencia de un conjunto de factores, tanto sociales como políticos e ideológicos. Ahora no nos interesa mucho desgranarlos, sino sólo destacar la trascendencia entre ellos del nacionalismo romántico como elemento político, y del comunitarismo como elemento ideológico para esta popularización de la visión de la cultura como hecho colectivo que se impone a la libertad del individuo. Hoy, entre nosotros, se ha convertido casi en una obvia banalidad que nadie discute. Véase, por poner un ejemplo, el caso del Estatuto de Autonomía andaluz recientemente aprobado en 2.007, cuyo art. 10 afirma que uno de los objetivos básicos del gobierno andaluz es nada menos que
“conseguir el afianzamiento de la conciencia de identidad y de la cultura andaluza”.
O el art. 3-2-h) de la Ley de la Escuela Pública Vasca que le señala como función:
“Facilitar el descubrimiento por los alumnos de su identidad cultural como miembros del pueblo vasco”.
Si nos tomamos en serio estos textos, y si nos fijamos en algo tan obvio como que esa “conciencia de identidad” que se pretende afianzar sólo existe y puede existir en los circuitos neuronales de los individuos andaluces y vascos (es su “lugar ontológico” por definición), lo que está diciendo el Estatuto es que el gobierno andaluz no sólo puede, sino que debe, intervenir en las conciencias individuales de los ciudadanos para imponer un determinado contenido (cultura) en ellas ¿Dónde quedan, entonces, los principios de libertad de personalidad y de conciencia que garantizan, en teoría, los arts. 10 y 16 C.E.? ¿Se imaginan un texto legal que autorizase al gobierno a “afianzar la conciencia de identidad cristiana” en la mente de los ciudadanos? Pues si substituimos religión por cultura, la violación del ámbito personal privado es idéntica. Y, sin embargo, lo que en un caso parecería escandaloso a todo el mundo, en el otro parece normal.
En cualquier caso, la doctrina nacionalista/comunitarista en materia de identidad cultural puede definirse como un caso típico del fenómeno consistente en deducir de una descripción correcta de un hecho social unas consecuencias normativas estrafalarias para con él. Pues si bien es banalmente cierto que el individuo se forma en ósmosis continua con su ambiente social y cultural, y extrae de ese ambiente los elementos constituyentes de su personalidad, es absurdo deducir de ese hecho la consecuencia de que los individuos estarían obligados a preservar, continuar y recrear indefinidamente esos contenidos culturales. Eso sería tanto como confundir la moralidad social (la sittlichkeit hegeliana) con la moralidad crítica o reflexiva. De una precedencia genética (el individuo se forma en una sociedad y cultura concreta) no puede deducirse una preeminencia ética o política (la cultura concreta estaría por delante de los derechos del individuo).
Desde el punto de vista democrático constitucional esta deducción de un presunto derecho de los grupos a conservarse a sí mismos por encima de los derechos de las personas que los componen es un puro dislate. El derecho a la identidad cultural existe, ciertamente, pero es un derecho de los individuos, por mucho que sea un derecho de ejercicio colectivo o conjunto, y a nadie se le puede imponer, o forzar a conservar, una identidad concreta en contra de sus deseos fundados.
“Nacer en una cultura particular no es evidentemente un ejercicio de libertad cultural, y la preservación de alguna cosa con la cual el individuo ha sido marcado simplemente debido al nacimiento difícilmente puede ser, por sí mismo, considerado como un ejercicio de libertad” ( Amartya Sen).
Esto no significa que la cultura no sea importante para los liberales igualitarios. Más bien podría decirse lo contrario: los demócratas pensamos que la cultura es un dato central en la vida de las personas y, precisamente por ello, creemos que dentro de un sistema de derechos iguales para todos, cada cual debe poder vivir su cultura, traspasarla a sus hijos, desafiarla o cambiarla, así como abandonarla y substituirla. La que resulta literalmente contradictoria y absurda es la postura de aquellos que consideran la pertenencia cultural como un bien primario para, a renglón seguido, pretender imponerlo a las personas que componen o participan de esa cultura.
“La protección igualitaria de la integridad de la persona, que todos los ciudadanos pueden exigir, incluye la garantía del mismo acceso a los patrones de comunicación, relaciones sociales, tradiciones y relaciones de reconocimiento que son indispensables o deseables para el desarrollo, reproducción y renovación de su identidad personal” (J. Habermas, “Entre naturalismo y religión”)
Si partimos, entonces, de la base cierta de que la libertad de identidad es un derecho individual, la relación del punto con la política lingüística se organiza también sobre la libertad personal. Es decir, que la conservación de la lengua de un grupo por motivos culturales, que puede ser un objetivo legítimo de un gobierno si se ha decidido democráticamente, nunca podrá afectar al derecho de cada persona a mantener, cambiar o rechazar esa lengua por motivos de índole precisamente cultural. Cuanto más se exagere la importancia de la lengua en la formación de la personalidad humana (la hipótesis Sapir-Whorff), más evidente resulta el derecho personal de cada uno a decidir libremente en esa materia.
“Los contenidos culturales están en los cerebros de los individuos, no en las abstracciones estadísticas que son los grupos sociales ni en las geologías descerebradas que son los territorios. Por eso, la única autonomía cultural real es la de los individuos, no la de las colectividades o los territorios. La única normalidad compatible con la libertad y la racionalidad es aquella situación en la cual cada ciudadano decide por sí mismo los contenidos culturales que prefiere” (J. Mosterín)
EN MATERIA LINGÜÍSTICA NO HAY DERECHOS ABSOLUTOS.
La afirmación de que no hay derechos absolutos es especialmente aplicable al caso de los derechos y libertades relacionados con la lengua, precisamente porque ésta es un fenómeno social de carácter muy especial.
En principio, ningún derecho es absoluto, en el sentido de que cualquiera de ellos debe someterse en su ejercicio a las limitaciones y restricciones derivadas de la existencia de unos derechos simétricos de los demás. Por ello, las personas están obligadas a soportar ciertas restricciones o limitaciones a sus libertades, cuando son necesarias para garantizar la igual libertad de los demás. Precisamente, el único título habilitante que poseen los poderes públicos para intervenir restrictivamente en la esfera personal de los ciudadanos es la protección de los derechos de los demás ciudadanos. Y ello condicionado a las circunstancias de razonabilidad y proporcionalidad (no arbitrariedad) entre la limitación del derecho de uno y la protección del derecho de otros. Esta es una idea trascendental, pues en materia de lenguas tiende a creerse que las concepciones del bien común que construye la mayoría de los ciudadanos y que, por ello, hace suyas el gobierno, son título suficiente para intervenir y limitar las iguales libertades de elección de las personas, de forma que una concepción particular de la buena vida sería causa suficiente para justificar una política limitativa o intervencionista de un gobierno. Y esto no es así. En democracia cada uno es libre de buscar su propio modelo de felicidad (la buena vida), y el gobierno no puede ni siquiera intentar imponer el que considera mayoritario o preferible si con ello interfiere sobre las libertades básicas. Por el contrario, podrá hacerlo para proteger o defender el igual derecho de todos a buscar la felicidad. El límite a la autonomía personal es, precisamente, el tener que convivir con la autonomía de los demás.
Ahora bien, cuando tratamos de la lengua, el carácter no absoluto de las libertades con ella relacionadas adquiere facetas muy especiales. Y es que las opciones lingüísticas, a diferencia de otras opciones personales como las religiosas, no pueden arregladas simplemente dejando solas a las personas. El Estado no puede levantar sus manos del asunto y dejarlo al libre juego interpersonal.
La solución de Babel no es ya posible.
Y ello por varias razones. En primer lugar, porque el Estado existe y habla, y tiene que elegir en qué lengua va a relacionarse con los ciudadanos y en qué lengua va a proporcionar esos servicios a los que los ciudadanos tienen derecho. Es decir, tiene que establecer cuál o cuáles son su lengua de interlocución.
“El Estado puede ser neutral respecto a las religiones de una forma en que no puede serlo respecto a las lenguas, sencillamente porque tiene que utilizar al menos una lengua para comunicarse con sus ciudadanos. La separación entre la iglesia y el estado es posible, pero no lo es la separación entre el estado y la lengua” (T. J. Miley)
En segundo lugar, el derecho personal en materia lingüística es un derecho que requiere de la asistencia activa de terceros, no es un derecho que, como la opción religiosa, pueda ejercitarse en la aislada intimidad de cada conciencia y hogar. Es un derecho fuertemente relacional y, por ello, proclamar un derecho de opción lingüística es tanto como proclamar una carga del resto de la sociedad, la carga de atender esa voz.
Pues bien, esta naturaleza particular de las cuestiones lingüísticas marca ineluctablemente, en forma de limitación evidente, nos guste o no, las libertades abstractas que inicialmente hemos proclamado. El derecho a usar la propia lengua no es un derecho humano en un sentido estándar de este término, pues está condicionado por factores arbitrarios que actúan al margen de cualquier criterio moral. Un ciudadano puede proclamar su derecho a una opción religiosa determinada, aunque sea el único de todo un país que practica esa religión. En cambio, un ciudadano aislado no puede proclamar su derecho a hablar en un determinado idioma en un país concreto si ese idioma no tiene presencia social apreciable en él. Es así de sencillo, por arbitrario que pueda resultar desde un punto de vista moral: el derecho está condicionado a requisitos puramente fácticos, es un derecho fuertemente contextualizado.
Por poner un ejemplo evidente, los inmigrantes que acceden a un Estado no poseen un derecho de opción lingüística, en cuanto que no pueden exigir ser atendidos (escuchados) por la administración pública en su propio idioma, ni que se les proporcionen los servicios en su idioma, ni que puedan participar en la actividad sociopolítica en su idioma. Otra cosa será determinar a partir de qué nivel o masa de inmigrantes con residencia el Estado afectado debe considerar como una obligación el concederles derechos de lengua minoritaria.
Otro ejemplo no menos evidente: hay países concretos en los que existen centenares de lenguas vivas (Indonesia 694, Papúa-Nueva Guinea 673, Nigeria 455, India 337, Camerún 247, limitándonos a los cinco primeros del ranking mundial), de las cuales muchas de ellas son habladas por menos de mil personas (el 25% de las lenguas del globo están en esta situación) o menos de diez mil (otro 25%). No hace falta razonar mucho la conclusión de que, en estos países, muchas personas no pueden proclamar un derecho de opción lingüística ante el Estado correspondiente. Sencillamente, no es posible atenderlo.
Más aún, otra conclusión no menos evidente, aunque seguro que choca con la percepción usual en nuestro ámbito, es la de que en estos casos el gobierno está obligado a imponer como lengua de instrucción una que sea ampliamente conocida y que garantice a los ciudadanos el acceso en igualdad de condiciones a los bienes públicos, por mucho que no sea la lengua “materna” de esas personas. Sí, han leído bien, son precisamente los derechos a la igual libertad de las personas afectadas los que a veces, no ya autorizan, sino que exigen a un gobierno que imponga una lengua de enseñanza diversa de la utilizada por las familias afectadas. Exigen la “aculturación” de las personas en una lengua diversa de la suya propia. De lo contrario, esas personas nunca serían ciudadanos en condiciones de ejercitar su autonomía personal ni tendrían acceso igual a las oportunidades vitales.
Esa política, con toda probabilidad, provocará la extinción de las lenguas minoritarias, es decir, causará lo que nuestros ecologistas culturales llamarían una pérdida irreparable de la diversidad lingüística. Aún así, desde el punto de vista de los derechos de las personas, está justificada.
“Los lingüistas, de forma típica, han lamentado la pérdida de la diversidad lingüística. Pocas veces se han fijado en los hablantes mismos en términos de sus motivaciones y de los costos y beneficios que les supone abandonar sus lenguas. Rara vez se han ocupado de la cuestión de si la supervivencia de una lengua implicaría una adaptación más adecuada de sus hablantes a la ecología socioeconómica cambiante. Han censurado la pérdida de las culturas ancestrales como si las culturas fueran sistemas estáticos y la emergencia de otras nuevas en respuesta a esas ecologías cambiantes fuera necesariamente peor” (Salikoko Mufwene, “Colonisation, Globalisation and the Future of Languages in Twenty-First Century”)
La conclusión evidente de estas situaciones es que los derechos de opción lingüística de las personas están vinculados al número de hablantes de una lengua, y no puede ser garantizado para personas pertenecientes a grupos muy pequeños.
“Un mundo en el que todos y en todos los lugares pudieran usar su propia lengua es totalmente utópico” (Eric Lagerpetz, “Sobre los derechos lingüísticos”).
Si no hay un derecho absoluto, si el derecho de libertad lingüística no es un derecho moral o humano, ¿qué validez tiene entonces? Pues tiene una validez contextual, pero aún así relevante. En primer lugar, una vez establecidas las condiciones de posibilidad que la realidad sociolingüística marca ineluctablemente en cada país a la política, es el que sirve de límite infranqueable a esa política. Por poner un ejemplo: un inmigrante aislado no tiene derecho a exigir que sus hijos sean educados en su idioma materno; un español tiene derecho a exigirlo, pues ello es posible y congruente con la realidad de su idioma en este país. En segundo lugar, la realidad lingüística (lo que la gente realmente habla) se impone como criterio de orden jerárquico superior al gobierno que pretende elegir su lengua oficial, precisamente porque expresa los derechos de los hablantes en forma inmediata: es un hecho social que el Derecho debe respetar. Un gobierno no puede imponer la lengua al margen de la realidad social efectiva existente.
De esta forma, la igual libertad en materia lingüística actúa de dos maneras: como límite para ciertas políticas en cuanto que es un derecho frente al poder, y como criterio de inspiración para cualquier política lingüística en cuanto es el valor más importante a preservar. Más adelante volveremos sobre este segundo aspecto, el de intentar pergeñar los ejes democráticos de una política lingüística. Por ahora, seguimos con nuestro análisis crítico de la realmente existente, es decir, de la que procede del paradigma de las lenguas como sujetos.
ALGUNOS TÉRMINOS QUE CONVIENE COMENTAR.
Llegados a este punto, y aunque ello pueda parecer una digresión en nuestro caminar teórico en torno al tema, considero oportuno hacer un alto en el camino del análisis para intentar desvelar el significado de una serie de términos de uso frecuente en materia de política lingüística, pues no pocos de los problemas en torno a ella derivan de una comprensión defectuosa de algunos, o de la sacralización de otros como verdaderas “píldoras semánticas” evidentes por sí mismas, o del uso de otros como “metáforas que nos piensan”. Se trata de una labor indispensable de higiene mental antes de proseguir.
1) “Lengua propia”: formulada en abstracto, esta expresión haría referencia a la lengua que posee una persona, es decir, a su lengua de uso normal (podría incluso incluir más de una lengua en el caso de bilingües perfectos). Así, todas las lenguas son “propias” de alguien. Pero nadie la utiliza así en nuestro ámbito, sino en un sentido muy distinto. En concreto, esta expresión fue “inventada” por los Estatutos de Autonomía para designar a la lengua vernácula de cada nacionalidad o región de que se tratase (recuerda mucho a la de “Landsprache” que se inventó en el tardo Imperio Austrohúngaro), por oposición a la lengua “oficial” española. Se trata de un término que provoca inevitablemente un fuerte desajuste cognitivo para la percepción razonable de la situación lingüística de una sociedad y, por ende, en la orientación de la política a seguir. En efecto, a través de este término se califica como “propia”, “particular”, “correcta” o “ajustada” a una lengua vernácula, a pesar de que esa lengua no es hablada ni conocida por la mayoría de los habitantes. Es “propia” del pueblo, del territorio o de cualquier otra entidad metafísica, pero no es propia de las personas que allí habitan. Por el contrario, la lengua “propia” de todas estas personas como seres concretos, la que realmente hablan todos ellos (la lengua “común”) pasa a ser considerada como “lengua ajena” (que es el antónimo exacto de “propia”).
“Lengua propia: ¿hay alguna que no lo sea? Solamente existen gentes con lenguas propias” (Mikel Azurmendi)
De forma y manera que la situación tal como la ley vigente la contempla es la de que una mayoría de personas hablan una lengua ajena a ellas (el cómo podría suceder tal cosa, si nos lo tomamos literalmente en serio es algo cuya explicación me desborda), situación que debe ser corregida para restituirles (quieran o no) su propia lengua.
2) “Lengua común”: es un término ignorado por las normas vigentes que, sin embargo, hace referencia a un hecho trascendental, probablemente el más importante a tener en cuenta en una política lingüística razonable: que los ciudadanos de la Comunidad Autónoma Vasca poseen todos ellos el dominio de una lengua común, que es la que les permite entenderse. Esto mismo sucede en España. Sin embargo, no encontrarán ustedes absolutamente ninguna referencia a la lengua “común” en la Constitución, los Estatutos u otro texto legal, sin duda porque es un hecho que se considera contaminado por un pasado injusto y rechazable, el de la imposición coactiva de esa lengua. A pesar de ello, se trata, como es obvio para cualquiera, sea lingüista o no, de un hecho trascendental que nos separa radicalmente de la situación de otros países con pluralidad lingüística (Suiza, Bélgica) que carecen del bien más preciado en esta materia: una lengua de uso universal.
3) “Lengua oficial”: en puridad, designa aquella lengua que es elegida por la Administración como lengua de comunicación, de manera que sus servicios son prestados en dicho idioma, por un lado, y no está obligada a atender a quien se dirija ella en otra lengua, por otro lado. Es el instrumento clave en el diseño de una política lingüística y pocos países carecen de una declaración de oficialidad de una o varias lenguas. Sin embargo, entre nosotros la expresión se utiliza con sentido peyorativo, para designar a la lengua “ajena” o “no propia” de “este pueblo”, de manera que la lengua “oficial” se percibe como opuesta a la lengua “propia” o “natural”, por mucho que sea la del cien por cien de la población.
4) “Lengua materna”: se ha convertido finalmente en una “tomadura de pelo”. Durante muchos años fue el término utilizado por los nacionalistas para designar un principio que se pretendía como básico en la psicopedagogía lingüística (el que la primera educación debía recibirse en la lengua materna so pena de graves daños al desarrollo infantil):
“Creo que es justo decir también que el derecho a la lengua materna es un derecho del hombre, un requisito pedagógico de la máxima importancia .. Cambiar de lengua en la niñez dificulta extraordinariamente la capacidad del niño.. Nosotros nunca vamos a obligar a ningún niño de ambiente familiar castellano a estudiar en catalán (R. Trías Fargas, CIU, Comisión Constitucional, debate sobre el art. 3 CE, 1.978).
Posteriormente, y una vez conseguido ese derecho, pasó a ser un principio falso, pues se descubrió que el ideal educativo era la plena inmersión precoz del niño en el idioma no materno. ¿Dónde está lo cierto? Los especialistas no se ponen de acuerdo en cuál de ellos es el principio correcto, y más parece que su opinión depende su interés político personal. La postura más razonable parece ser la de considerar que la lengua “materna” no ostenta ningún valor especial como cauce de la educación (la educación practicada en nuestro ámbito en colegios franceses, alemanes o ingleses lo desmiente), y que lo que sí lo ostenta es la percepción del niño de la lengua usada como “no querida” o “impuesta”.
5) “Normalización”: en su sentido estricto, normalizar una lengua consiste sólo en establecer las normas estructurales, fonéticas y gramáticas de esa lengua, algo que sucedió muy tempranamente para el castellano o español y muy tarde para otras lenguas peninsulares. Tal como se utiliza aquí y ahora, viene a significar “hacer normal el uso de una lengua”, es decir, ajustar el Derecho al hecho. Lo cual implica dos asunciones previas de valor: que el uso que previamente se les daba era “anormal” y que “normalidad” significa universalizar el conocimiento de la lengua en toda la sociedad. En España no se concibe, en efecto, más situación “normal” que la de que toda la sociedad afectada conozca y hable la lengua normalizada. Esta opción carece de cualquier fundamento científico y se sustenta sólo en criterios de valor ajenos al uso de la lengua. En realidad, en lugar de ajustar la norma jurídica al hecho social, se intenta amoldar éste a aquélla. Aplicado a largo plazo significa que en los territorios autonómicos no podrá haber lenguas minoritarias, sino que todas serán “comunes”.
6) “Bilingüismo”: término que permite una amplísima gama de usos, en función del sujeto a quien se aplique. Entre nosotros, el término se aplica inicialmente a las sociedades o grupos y constata una realidad obvia: que en ellas coexisten dos idiomas. De esta descripción obvia se pasa sin solución de continuidad a una prescripción injustificada e injustificable: en una sociedad bilingüe todos los hablantes deben ser bilingües. Se trata de un caso típico de una “falacia de composición” en que los caracteres del conjunto se atribuyen a los individuos que lo componen. Sin embargo, la falacia se ha convertido en un argumento irrebatible para justificar las políticas lingüísticas intervencionistas.
7) “Patrimonio lingüístico”: es la metáfora preferida por los textos constitucionales y políticos para hacer referencia al plurilingüismo existente en España, metáfora cuya adopción tiene una trascendencia imposible de exagerar. Su solo empleo produce una asunción implícita de una densa carga valorativa de lo que en principio no es sino un hecho bruto (el plurilingüísmo), puesto que éste pasa a ser considerado como algo “bueno” por definición, que ha sido “heredado” de las generaciones precedentes, y que debe ser “conservado” e “incrementado”. Porque las personas no son las “propietarias” del patrimonio en cuestión, sino sólo sus depositarias temporales, obligadas a conservarlo y pasarlo íntegro y mejorado a la siguiente generación. De esta forma, es el patrimonio el que posee a los hablantes.
“Nuestra lengua es parte esencial de un patrimonio cultural del que el Pueblo vasco es depositario” (Preámbulo de la Ley de Normalización del Euskera 10/1.982, las mayúsculas en el original).
RAZONES ESPURIAS O INSUFICIENTES PARA UNA POLÍTICA LINGÜÍSTICA INTERVENCIONISTA.
Siguiendo con nuestro análisis crítico de la realidad actual conviene ahora hacer referencia pormenorizada a la serie de razones que se arguyen como justificativas de las políticas lingüísticas practicadas en España, para examinar si tales razones se adecuan o no a los límites que hemos establecido como infranqueables para esta clase de políticas, es decir, los derechos derivados de la igual libertad de las personas. Naturalmente, y puesto que se trata de políticas pensadas desde el “paradigma de las lenguas”, casi todas estas razones hacen referencia a objetivos o metas de tipo colectivo, al bien de la sociedad como un todo, y no a los derechos de las personas. Hay, sin embargo, alguna excepción, en la que son los propios derechos de las personas entendidos desde una perspectiva liberal los que pretenden aducirse como razones justificativas de políticas que los restringen. Y es que la ideología comunitarista posee también su rama o sector pretendidamente “liberal”.
Examinaremos los siguientes argumentos:
1º) Los derechos colectivos.
2º) El valor de la lengua como marco de la personalidad.
3º) La cohesión social.
4º) La injusticia histórica y la discriminación positiva de la lengua débil.
5º) El derecho del hablante a ser atendido.
6º) El consenso político.
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LOS DERECHOS COLECTIVOS.
El argumento suena así: “X (pongan aquí el grupo, pueblo o nación que deseen) es un pueblo con una cultura propia, que incluye como parte esencial una lengua determinada. Como todo pueblo o cultura, X tiene derecho a su supervivencia. Para sobrevivir, debe conservar sus marcadores de identidad. Luego puede legítimamente exigir a sus miembros que conserven o adquieran esos marcadores”.
El razonamiento hace uso del concepto de “derechos colectivos” o “derechos del grupo”, un concepto cuya corrección dogmática es más que discutida. Pero no vamos a entrar en esa discusión pues, incluso aceptando la idea de que los grupos pudieran ser sujetos de derechos, lo que es patente es que esos derechos nunca podrían en una democracia constitucional pretender anteponerse a los derechos individuales. El pretendido derecho de los grupos o las naciones a conservar sus señas de identidad podrá todo lo más justificar el establecimiento de “restricciones externas” frente a otros grupo o frente al colectivo social más amplio en que está inmerso el grupo en cuestión, es decir, un derecho a que las políticas culturales o lingüísticas del grupo amplio reconozcan y respeten su existencia. Lo que nunca podría ese presunto derecho es llegar a imponer obligaciones o restricciones sobre las personas que forman parte del mismo (o que se encuentran en su radio de acción territorial) que afecten a su derechos básicos como personas, es decir, su libertad e igualdad. Es el límite infranqueable de cualquier política gubernamental en una democracia liberal.
Por otra parte, el argumento es altamente contradictorio: puesto que si alguien forma parte de un grupo marcado por su identidad y lengua propia ello se deberá, precisamente, a que posee personalmente tales identidad y lengua. Si no es así, no forma parte del grupo y no tiene sentido imponerle nada.
La idea de que el presunto derecho de un pueblo a subsistir como tal implica la obligación de sus integrantes de adoptar un determinado idioma está siempre presente en el discurso nacionalista, incluso en aquellos casos en que pretenden adoptar posiciones de partida respetuosas con los derechos de las personas individuales:
“No se trata pues de que nadie renuncie a su lengua propia, sino de que conozca otra; no se trata de imponerles nada, sino de reconocer su derecho al acceso a la lengua del país (hasta aquí premisa totalmente respetuosa). Pero una de dos: o bien el catalán debe desaparecer, o bien quien vive en Cataluña tiene que conocerlo” (conclusión contradictoria) (texto de Ana Moll citado como excelso por P. Etxenike en su defensa de la Ley de Normalización del Euskera, Parlamento Vasco, 25.11.1982).
Igual rechazo provocan, desde una perspectiva democrática, los discursos que pretenden “equilibrar” los derechos colectivos del grupo con los derechos individuales de los individuos que los componen, de forma que:
“Nuestro propio modelo se basa en derechos individuales, pero con el reconocimiento de que la lengua propia y el centro de gravedad de Cataluña es el catalán y de que, por ello, se le deberían otorgar ciertos privilegios ..”( J. Pujol, 1.995 ).
No es cuestión de equilibrio, sino de jerarquía: los derechos individuales son de rango superior, son indisponibles para el gobierno, y no pueden contrabalancearse con ningún presunto derecho colectivo. Cualquier privilegio que se pretenda conceder a una determinada lengua o rasgo cultural tiene como límite infranqueable los derechos de las personas afectadas.
EL VALOR DE LA LENGUA COMO MARCO FORMATIVO DE LA PERSONALIDAD HUMANA.
En este caso, el razonamiento sigue siendo comunitarista por su inspiración, pero adopta la perspectiva de la persona individual. En definitiva, este argumento subraya el valor que para toda persona tiene su marco cultural de pertenencia, pues nadie puede autocomprenderse sino en los marcos de su propia cultura. Nadie puede ser persona autónoma si no es tomando de su propia cultura los elementos que le permiten constituirse como tal. De forma que el marco cultural tiene para la persona un valor constitutivo, es un “bien primario” si queremos utilizar la terminología de Rawls. Y como tal “bien primario”, la persona tendría derecho a que el gobierno se lo distribuya y garantice.
El argumento es ciertamente difícil de seguir en su propia congruencia. En efecto, sin entrar a discutir el alto valor que para las personas pueda tener su marco cultural propio y que ello incluya su conservación en el tiempo (algo que habría que matizar enormemente), el problema de la validez de las políticas lingüísticas intervencionistas entre nosotros (aquí y ahora) no se plantea con respecto a los ciudadanos que desean conservar su marco cultural personal (personas que por definición están de acuerdo con esas políticas), sino con respecto a ciudadanos que poseen un marco lingüístico diverso y se ven forzadas a asimilarse al definido como adecuado por el gobierno. Es decir, que precisamente es el argumento del valor excelso de la “pertenencia cultural” el que más fuertemente milita contra la posibilidad de imponer una lengua a personas que no la hablan.
En realidad, y por muchos esfuerzos que hagan para disimularlo, en los razonamientos justificativos de las políticas lingüísticas practicadas en España que se hacen desde el argumento del valor de la cultura para las personas hay siempre un momento dialéctico tramposo, pues en algún momento del razonamiento se ha producido un mágico “cambiazo” de sujetos. Del sujeto “persona individual concreta” se ha pasado al sujeto “pueblo/grupo”. Del marco cultural concreto y real de cada uno se ha pasado al marco que ese uno “debería poseer” en función de la historia o el territorio. Si no es así, es inexplicable cómo se puede arrancar de una premisa que atribuye un valor superior al derecho de las personas para conservar sus marcos culturales y llegar a una conclusión que permite a los gobiernos alterar a su placer los marcos culturales de sus súbditos.
El valor intrínseco (identitario o cultural) que algunas personas atribuyen a la lengua que hablan puede ser un valioso argumento defensivo a favor de esas personas para oponerse a políticas asimilacionistas. Decimos “puede ser” porque en casos extremos su fuerza depende de la amplitud del grupo afectado o de su condición de nativos/inmigrantes. Puede ser, igualmente, un argumento válido para reclamar del gobierno la posibilidad real de atención, enseñanza y participación en esa lengua (su “oficialidad”) aunque también sujeto a las constricciones arbitrarias de la realidad social. Pero nunca podrá ser un argumento para imponer esa lengua a personas que no la poseen, si queremos respetar la propia lógica interna del valor argüido.
LA INTEGRACIÓN Y LA COHESIÓN SOCIAL.
Este argumento proclama que en sociedades bilingües la cohesión social exige que todos los ciudadanos conozcan todas las lenguas existentes, pues de otra forma no podrán comunicarse entre sí y se formarán comunidades culturales aisladas. En el caso de sociedades con dos idiomas, el argumento exige que el bilingüismo se extienda a todas las personas, de forma que las políticas tendentes a implantar un bilingüismo universal estarían legitimadas por el fin beneficioso perseguido, la cohesión social.
El argumento resulta intuitivamente convincente, pero empieza a fallar no bien se examina más de cerca. En primer lugar, no existen estudios empíricos demostrativos de que el grado de cohesión social de un país dependa de su situación lingüística. Hay países profundamente divididos por razones étnicas o nacionales a pesar de hablar sus habitantes una misma lengua (India y Pakistán, dado que urdu e hindi son la misma lengua), y casos contrarios de alta cohesión con diversas lenguas (Suiza). En segundo, y ello es más importante desde nuestro concreto punto de vista, el argumento no tiene en cuenta que en Euskadi existe una lengua común de conocimiento universal, de forma que la posibilidad de intercomunicación y participación sociopolítica está en todo caso garantizada. Afirmar que la cohesión social vasca aumentaría si todos los habitantes conocieran el euskera es un puro desideratum carente de la más mínima prueba empírica, y que resulta altamente dudoso. En efecto, una tal afirmación presupone que los conflictos existentes en dicha sociedad se relacionan con su diversidad cultural objetiva, cuando parece mucho más correcto pensar que se relacionan con la forma subjetiva en que es aprehendida esa diversidad. El sentimiento nacional manipula datos sociales objetivos, no es una simple traducción de ellos. Una sociedad euskaldunizada a regañadientes dudosamente cambiará sus sentimientos de pertenencia y sus afinidades políticas.
Pero es que, en cualquier caso, la integración y cohesión sociales son objetivos que ceden ante los derechos primarios de las personas y, por ello, nunca podrán legitimar políticas que atenten a estos derechos. Alguien puede juzgar que la integración social de los inmigrantes aumentaría si todos ellos fueran indoctrinados en la religión cristiana, pero tal objetivo nunca justificaría una violación de su derecho a la libertad religiosa. La situación no es distinta en el caso lingüístico, por lo menos cuando lo que se pretende es alterar los usos idiomáticos de la mayoría. La cohesión social no funda en ningún caso un derecho que esté por encima de los derechos individuales. De lo contrario, y de seguir el argumento contrario fielmente, alguien podría plantear por qué no se ensaya alternativamente el suprimir las lenguas minoritarias y establecer una única como medio para la más perfecta integración social de todos los españoles.
LA INJUSTICIA DE LA HISTORIA.
La historia es siempre un poderoso argumento en materias culturales. En el caso concreto que nos ocupa, el de las políticas lingüísticas practicadas en España, el razonamiento sonaría más o menos en la forma siguiente: “En un pasado la lengua vernácula fue casi universal en este territorio, pero como resultado del contacto con otra extrajera más generalizada se produjeron situaciones de diglosia y progresivo abandono de nuestra lengua; este proceso se agravó por una inmigración significativa desde ese extranjero, así como por las medidas coercitivas adoptadas por el poder extranjero para imponer su lengua en todos los ámbitos. De forma que la situación actual es el resultado de una pura injusticia histórica continuada”.
Ante una situación real que es fruto del abuso y la imposición, las actuales políticas lingüísticas de recuperación y normalización del idioma vernáculo estarían más que legitimadas, pues intentarían corregir una realidad que está artificialmente descompensada en su contra. Las medidas intervencionistas de fomento (tales como premiar la lengua vernácula en el acceso a los puestos de trabajo más allá de lo estrictamente necesario para su desempeño, o exigir su conocimiento en la enseñanza) estarían legitimadas puesto que pretenden corregir situaciones de injusticia histórica. La tarea de los poderes públicos incluye la de adoptar medidas positivas para corregir situaciones de injusticia enquistadas por el proceso histórico en la sociedad real. En definitiva, no se trataría sino de medidas de “discriminación positiva” a favor de la lengua más débil en una situación histórica de bilingüismo descompensado que es conveniente y justo corregir.
Como más adelante comentaremos, este razonamiento es aceptado en general con independencia de la filiación política de los autores, sean o no nacionalistas. Es más, forma ya parte del bloque de constitucionalidad español puesto que ha sido aceptado por el Tribunal Constitucional expresamente:
“La política lingüística … permitirá corregir situaciones de desequilibrio heredadas históricamente y excluir así que dicha lengua (vernácula) ocupe una situación marginal o secundaria” (T.C. 23.12.1994, 710/94).
¿Y qué valor tiene el argumento en cuestión enjuiciado desde los concretos principios de la democracia constitucional? Nos tememos que ninguno si lo que pretende es legitimar una violación o limitación de los derechos a la libertad lingüística de los habitantes de una Comunidad Autónoma, o su igualdad substancial en los requisitos de acceso a las oportunidades vitales. El argumento puede inspirar la política de los poderes autonómicos, pero carece de toda fuerza ante los derechos de los hablantes que viven en esa Comunidad.
Les ahorro dos cuestiones previas sobre las que habría que hablar largo y tendido cuando se estudia este argumento. La primera, de orden fundamentalmente científico, sería la de precisar hasta qué punto ese “relato de la gran injusticia” responde a la verdad histórica y a las reglas normales de la evolución de las lenguas cuando entran en contacto ¿Son de verdad la violencia y la imposición las que explican la expansión, asimilación, pérdida, abandono y difusión de las lenguas? La segunda, de orden mucho más ético-político, sería la de examinar hasta qué punto las políticas de homogeneización lingüística practicadas por los Estados liberales el siglo XIX pueden valorarse como globalmente injustas o negativas, lo cual implica tanto como desconocer sus efectos positivos para la ampliación del campo de la autonomía personal de los mismos afectados por esas políticas. Aplicar un perentorio juicio negativo no es ni mucho menos tan sencillo como le parece a quien juzga desde el presente, desde una historia que ya se ha realizado y en la que no existe el contrafáctico: ¿sería un marco preferible al actual que tenemos el de una sociedad vasca en la que el 95% de los habitantes sólo conocieran y dominaran el vascuence? ¿Podríamos afirmar que los habitantes de una tal sociedad gozarían de unas posibilidades de desarrollo de sus opciones vitales mejores que las de la actual en que el castellano es universal?
Y si les ahorro esas cuestiones es porque no afectan para nada a la respuesta al argumento de la “reparación de la injusticia histórica” desde los principios de la democracia liberal. Una respuesta que podría sintetizarse en una fórmula muy simple:
“Una injusticia sobre un muerto no se arregla añadiendo una injusticia sobre un vivo” (F. Ovejero Lucas)
En una forma más analítica la refutación del argumento histórico deriva de la consideración atenta de los sujetos de que estamos hablando: cuando se menciona el desequilibrio injusta e históricamente provocado de las lenguas estamos asumiendo el punto de vista de las lenguas, o el de los pueblos como entidades transhistóricas. Desde este punto de vista, a una lengua le correspondería tener un número de hablantes por derecho propio, y si no los tiene se están violando sus derechos. Pero cuando se menciona la injusticia actual estamos hablando desde la perspectiva de personas concretas de carne y hueso. Y las personas son los únicos sujetos de relevancia moral que pueden legítimamente exigir y obtener derechos en una democracia constitucional.
“Si como consecuencia de las acciones políticas de hoy en la comunidad donde se hablaba mayoritariamente X se acaba por hablar Y, cualquier intento de retornar a X supondrá una injusticia con los habitantes vivos, como lo fue antes con los que padecieron el tránsito anterior” (F. Ovejero Lucas)
Expuesto desde otro ángulo, las políticas de “discriminación positiva” o de “acción positiva” exigen para su justificación democrática que un colectivo de personas concretas e individualizables, realmente existentes, estén penalizadas o sometidas a una privación total o parcial de derechos u opciones por razón de circunstancias arbitrarias (tales como el azar, la historia o una dominación tradicional). Para conseguir que esas personas accedan a los mismos derechos y opciones que las demás se pueden adoptar medidas transitorias de reequilibrio, que las privilegien aunque infrinjan el derecho a la igualdad de las otras.
“Es aconsejable distinguir entre la compensación por discriminaciones que tuvieron lugar en el pasado y la mejora de las actuales desventajas. Son éstas últimas las que exigen, en virtud del principio de igualdad de chances vitales, la aplicación de medidas preferenciales para superar una situación en la que lo relevante no es la génesis de las mismas sino su injusticia actual” (Ernesto Garzón Valdés).
Por tanto, para justificar medidas de discriminación sería preciso demostrar que hoy existen en Euskadi personas que están discriminadas o perjudicadas por hablar únicamente euskera. Y que esta discriminación exige, para corregirse, la limitación de los derechos de quienes hablan castellano. Lo primero podría ser cierto en algunos casos, pues algunos servicios públicos son todavía hoy deficitarios en su oferta lingüística. Pero no se ve en modo alguno cómo ese déficit exige, para corregirse, la limitación de los derechos de los demás.
La conclusión que se impone es que no cabe legitimar ninguna política lingüística que disminuya o afecte negativamente al estatus de igual libertad de todos los ciudadanos, o que imponga sobre algunos de ellos alguna carga u obligación especial, o que disminuya sus opciones de acceso a los empleos en condiciones de igualdad, por las pasadas injusticias históricas o por el deseo de reequilibrar los idiomas de un pueblo. Estos datos, con independencia de que sean más o menos ciertos, podrán inspirar (¿cómo no?) las más favorables, intensas y entusiastas políticas de recuperación de su idioma vernáculo que democráticamente sean decididas por cada sociedad. Poco puede decir la teoría democrática sobre su oportunidad, si la sociedad las decide. Pero lo que sí puede decir esta teoría es que tales políticas tienen como límite infranqueable el respeto a la libertad y la igualdad de los ciudadanos realmente existentes.
EL DERECHO DE TODO HABLANTE A SER ATENDIDO Y RESPONDIDO.
Esta es una justificación que, en cierto modo, puede intentar complementar la anterior, la de la discriminación. Pues, en efecto, se plantea como un caso de protección de derechos personales ante su posible desconocimiento. En sustancia, el argumento dice: “El derecho de cualquier persona a hablar una lengua requiere, para poder ser consumado, que los demás ciudadanos le entiendan y respondan en esa lengua; de lo contrario, el hablante de la lengua vernácula vería limitado su derecho de opción lingüística al pequeño círculo de quienes dominan esa lengua; la ignorancia de la lengua por la mayoría de la sociedad estaría frustrando el ejercicio pleno de su propio derecho”.
Para poder sostenerse con éxito, este argumento requiere demostrar adecuadamente que el derecho de una persona a hablar su lengua propia implica necesariamente el derecho a ser atendido y respondido en esa misma lengua. Y que ese derecho se aplica no sólo a las instituciones públicas o administrativas, sino también a los particulares.
En el primer aspecto, el derecho a ser atendido por las autoridades, hemos comentado ya que no todas las pretensiones en tal sentido son legítimas, sino que el derecho en cuestión está limitado por la realidad empírica de su uso generalizado y consiguiente declaración como lengua oficial. Un inmigrante o un extranjero no tienen, en principio, un derecho lingüístico esgrimible ante la administración. Ahora bien, cuando el ciudadano en cuestión forma parte del ámbito de una lengua vernácula a la que, precisamente por su apreciable arraigo y difusión, se ha concedido estatus de oficialidad, no cabe la menor duda de que en principio ostenta el derecho a ser atendido y respondido por la administración en su lengua. Esto es lo que ocurre obviamente en el caso de los hablantes del vascuence.
Ahora bien ¿se extiende este derecho a las relaciones interpersonales? ¿Puede el hablante de la lengua vernácula exigir que todos los vascos aprendan y dominen el euskera por la sencilla razón de que ello es algo así como la condición de posibilidad para que él pueda hacer un uso universal de su lengua? ¿Puede lo que es su derecho convertirse en un deber para los demás? ¿Podría invocar algo así como un principio de reciprocidad según el cual “si yo domino tu lengua, tú estás obligado a dominar la mía”? De nuevo nos encontramos en un punto que no permite una respuesta simple y desconectada de la realidad social del país del que estemos tratando. Ya de entrada, resulta ciertamente difícil admitir un criterio general en el sentido de que un derecho personal pueda llegar a exigir a las demás personas no sólo su respeto pasivo y abstención, sino su colaboración activa mediante una conducta positiva y probablemente onerosa (aprender otro idioma). No se trata del deber de financiar mediante sus impuestos una política de plena atención a quienes hablan la lengua vernácula, lo cual ya implica costes personales, sino de mucho más, de implicarse en el aprendizaje de una lengua con los costes de oportunidad que ello conlleva.
Aún así, podría admitirse que en ciertas comunidades puede considerarse como lícita la imposición obligatoria de un cierto grado de conocimiento de la lengua vernácula de otra parte de la población; se trataría, en concreto, de aquellas comunidades plurilingües en las que no existe una lengua común y, por ello, cada comunidad posee sólo su lengua vernácula (casos por ejemplo de Suiza o Bélgica). En estos casos, parece que la condición de ciudadanía de estos países puede justificar la exigencia de conocer un mínimo de la lengua ajena, de manera que ese conocimiento podría considerarse como una parte obligada del más pleno desarrollo de la personalidad posible para todos.
En cualquier caso, la cuestión cambia radicalmente allí donde existe una lengua común universal. En este caso, el hablante de la otra lengua, la vernácula, sólo podría exigir como deber personal a los demás el empleo de su lengua propia si pudiera demostrar que el cambiar a la lengua común le supone un daño irreversible. Algo que es realmente difícil incluso de pensar cuando hablamos de personas bilingües. Hablamos de daño personal, no de gusto o de satisfacción. Es claro que para muchos bilingües sería una verdadera satisfacción encontrarse con una sociedad vasca compuesta al cien por cien de individuos bilingües. También es claro que a muchas personas les molesta tener que cambiar al castellano en su conversación para poder ser atendidos. Pero la satisfacción, el gusto o el interés personal de uno, por fuertes que sean, no pueden justificar una restricción a la libertad ajena. Sólo la evitación de un daño real podría hacerlo.
En definitiva, la hipótesis del daño se demuestra imposible en el momento mismo en que se formula, por una razón muy sencilla: porque si considerásemos que para un bilingüe es un daño el cambiar de idioma en su hablar cotidiano, deberíamos admitir que más aún lo es para aquel a quien se exige aprender uno nuevo. Estamos ante una tesis que se refuta a sí misma.
EL CONSENSO POLÍTICO.
La legitimidad de las políticas lingüísticas ha sido frecuentemente defendida desde posturas estrictamente democráticas haciendo referencia al hecho de que han sido decididas en las instituciones representativas del sistema político y que, además, esa decisión se ha adoptado con un amplio consenso de todas las fuerzas políticas representadas. Incluso, como parece ser el caso catalán en lo que se refiere a sus leyes de normalización, con la unanimidad de todos los partidos representados (una especie de “superconsenso”).
Sin lugar a duda, el consenso democrático es un valioso argumento a favor de la legitimidad de una decisión política, de forma que puede decirse que crea una fuerte “presunción” de legitimidad. Sin embargo, en último término no añade nada al juicio de legitimidad cuando se alega que esa ley perjudica o restringe injustificadamente los derechos de las personas afectadas a su autonomía personal o a su igualdad ante la ley. Porque estamos hablando del núcleo duro de la democracia constitucional, que no puede ser lesionado por ninguna decisión de los poderes públicos, incluso si ha sido adoptada por la totalidad (menos uno) de los ciudadanos. Se trata de derechos que no están disponibles ni para las mayorías ni para las supermayorías.
Por otro lado, el argumento del “consenso” esconde un cierto equívoco cuando se analizan los hechos reales. Pues muy bien puede suceder que el “consenso político” esconda un “disenso social”, lo que sucede cuando se trata de políticas implementadas top-down. Y es de sospechar que éste es precisamente el caso, como lo ponen de manifiesto los datos del CIS en su Encuesta Sociolingüística de Cataluña o Euskadi de 1.999.
A la pregunta de si “está Ud. de acuerdo en que la enseñanza pública primaria se desarrolle sólo en catalán/euskera”, contestaron afirmativamente el 27/31% y negativamente el 69/53%.
Sobre la preferencia de modelos de enseñanza lingüística respondieron: mitad en catalán/euskera, mitad en castellano (50/44%), mayor parte en catalán/euskera (33/24%), todo en catalán/euskera (9/12%), todo en castellano (10%).
Hablar de consenso social unánime para la “inmersión total” en el idioma vernáculo con estos datos sociométricos resulta carente de base seria.
Este repaso a los argumentos más utilizados para legitimar las políticas lingüísticas practicadas actualmente en España debe, insistimos de nuevo ello, ser interpretado adecuadamente. En efecto, no afirmamos que este tipo de argumentos sean totalmente inválidos y que no puedan ser utilizados para motivar las decisiones políticas. No se trata de eso. De lo que se trata es de mostrar su insuficiencia radical cuando de lo que se trata es de políticas que afectan a los derechos personales a la más plena autonomía cultural y a la igualdad de acceso a las oportunidades vitales. De lo que se trata es de mostrar cómo, una vez más, los derechos de las personas, tomados en serio, son verdaderos “triunfos” que ganan en cualquier competición con las decisiones de la mayoría popular, y que en esta competición los argumentos usuales no añaden nada ni evitan la derrota de las políticas intervencionistas duras.